Tentado se siente uno de pensar que si alguna religiosidad presenta este cuadro, ella se encuentra mejor representada por el trabajo del artista, por la hermosura de la obra, que por los personajes mismos.Estas formas retenidas construyen, por medio de la línea exacta, a los personajes, y no es posible desviar ni un milímetro el circuito que hace el contorno de las figuras. Nunca en Rafael se da el desdibujo. Cada uno de esto volúmenes posee un centro de tensión que, al mismo tiempo que deja estático el total, dinamiza cada parte del trazado.
El dibujo implica forma, color. En esta obra el artista no conecta unas formas con otras, abriéndolas, como hacen los pintores del barroco y los claroscuro, para crear otras nuevas y así ubicar en el plano vertical varios puntos de interés. Tampoco recurre a la solución del color-valor de los realistas, que relacionan los distintos elementos a través de traducir sus calidades, logrando la unidad a partir de las diferencias.
En este retrato la forma absolutamente cerrada y rotunda va configurando cada objeto, cada figura, limitándose por un arabesco infranqueable. Rigor y conocimiento del dibujo que, de tan preciso, arma el volumen, el peso, el centro de gravedad de cada elemento. Los volúmenes en este caso no están dados por la degradación de tono, o sea, el paso armónico de las sombras hacia las luces, sino por la exactitud de las formas. Se trata de una obra abstracta, ya que ésta es la naturaleza del dibujo. Dibujar con una sola línea una circunferencia basta para insinuar su volumen. Así, el artista que domina la realidad de la forma sabe que cuando todos los puntos que la completan están bien situados, manteniéndose equidistantes de su centro, ésta reproduce lo que se propone, ya sea volúmenes, parecidos o distancias, sin tener que recurrir el pintor a soluciones que involucren a la luz, la sombra o la atmósfera. Es privilegio de muy pocos representar a la naturaleza con una línea.
La plenitud de la forma invita a la plenitud del color. El color puede, entonces, delimitado por zonas precisas, lograr toda su intensidad. No corre el peligro de ser sometido a los deterioros a que lo expone la luz. Cuando la forma que encierra al color es imprecisa, para obtener el artista una completa expresión debe castigar la intensidad de éste, exponiéndolo al fenómeno lumínico que esparce la atmósfera y conecta las formas abiertas en el plano.
No es el caso de este retrato notable en que el color no pierde nada su intensidad, y el claroscuro que muestra la esclavina del Papa León X, por ejemplo, es sólo aparente, ya que por sobre el interés de los pliegues está la vibración del rojo.
Sólo cuando se tiene tal dominio formal se puede ejecutar esa variedad de rojos que ni se mezclan ni confunden. Cada cual encerrado, vibrando aisladamente, formando en conjunto un concierto de bermellones, rojos de cadmio y lacas granzas. Con el tiempo aprenderán los pintores coloristas que está de más en sus obras el empleo de la tercera dimensión y que al perseguir la forma y asilar por ello el color, el interés de su trabajo radicará en las relaciones que se establezcan entre los diferentes planos coloreados. A fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX se enuncian las primeras teorías del color, y será ara algunos artistas tan apasionante lo que les revelará la descomposición de la luz a través del prisma que se opondrá a los adeptos al claroscuro y al color-valor, considerados por ellos como pintores sensoriales, no conceptuales..
Los coloristas requerirán de la bimensionalidad para la ejecución de sus verdaderos ejercicios de colores exigidos o complementarios, primarios, secundarios y todas las alternativas que esta ciencia encierra. La escuela veneciana, posterior a este retrato, buscará para su color las formas planas.
Los retratos de esa época irán perdiendo el volumen. Sucederá lo mismo con los retratistas barrocos. No todos, desde luego, sino aquellos que guiarán a la pintura, como es el caso de Velázquez, hasta la experiencia de Cézanne. Matisse, continuar de la escuela colorista, hábil dibujante, sostendrá al final de su vida que el colorista incluso puede reemplazar el color pintado sobre la tela por papeles de color impreso y recortar éstos con tijeras para formar maravillosas composiciones ornamentales. El término ornamental “ornamental” indica el peligro en que incurren algunos coloristas al usar la forma y el color puros al servicio de otras artes.
Cuando hay una concepción previa, la intención del creador da siempre resultado, éste, coherente y bello, puede llegar a mecanizarse, deshumanizarse, y perder así, a pesar de sus logros, todo interés. Otras artes, entonces, como la arquitectura, ocuparán sus servicios, engalanando sus limitaciones. En estos tiempos grandes pintores decoran obras públicas, y un conocido escultor inglés pinta aviones.
Se ha invadido el campo de las artes aplicadas. Contradicción a que todo esquema preconcebido conduce. Estos artistas puros se ponen al servicio de lo funcional. Un avión, una fuente de soda, la promoción de un desodorante, etc.
No es el caso de Rafael Sanzio, artista insobornable, que maneja esta ciencia en provecho de un retrato impecable. Es capaz de humanizar la solución formal y colorista convirtiéndola en figuras que expresan matices sicológicos, contradicciones, ansiedades, ambiciones.
Al enunciar algunas tendencias y escuelas que adhirieron a esta solución del color y la forma puras, deliberadamente soslayé a os pintores neoclásicos, David y sobre todo Ingres. Este último, quien requiere un estudio aparte, durante su vida se declaró discípulo incondicional de Rafael, intentando emular a su maestro sin lograrlo. No he querido referirme a ellos, porque su aporte a la historia de la pintura, a pesar de considerar a Rafael como su única guía, resultó muy diferente de lo que se proponían.
El efecto teatral, literario, hueco y escenográfico de sus obras, que si bien tienen el valor de replantear el rigor después de la inconsistencia del siglo XVIII, se aparta bastante de la sublimidad del maestro, que no se propone reparar nada, ni emplea dogmatismo alguno para realizar los cuadros formalmente mejor resueltos de la historia de la pintura universal.
En retrato de León X, junto con el de Baltasar de Castiglione, y otros, así lo prueban. Sobre todo éste que analizamos, en el que utiliza un color primario, el rojo, magníficamente sostenido, Como es imposible que el rojo pueda estar separado de su color exigido, o complementario, veremos que el fondo del cuadro es frío.
Para el geranio, por ejemplo, la naturaleza ha hecho lo mismo, roja la flor, verdes las hojas. El preciso tono cálido para ese verde. De este modo, los rojos del retrato se equilibran. El blanco que recorre el bonete y la esclavina y aparece ocupando importantes superficies en las mangas de la sotana de brocato, juega el papel de neutro para descanso de tanta vibración. Lo mismo hacen la esfera del respaldo del sillón, la campanilla de plata, la lupa y el infolio.
Magnífica naturaleza muerta que denuncia los gustos del pontífice.
Tanto en las mangas como en la campanilla, el libro y la lupa, o sea, donde no hay lugar para que el color vibre en toda su intensidad imitación de la realidad a través del dibujo y nos hace sentir el relieve del metal. La transparencia del vidrio. La calidad del papel y del brocato. Porque allí, en esos detalles, no existe el color puro y los blancos y los platas permiten utilizar a la luz para cincelar el metal o dibujar el género.
Los rostros no escapan a la inmovilidad del cuadro y apuntan en tres direcciones opuestas. El parecido no cabe duda que es total. Lo denuncia la prolija factura de los objetos. León X y los cardenales aparecen aislados y cada uno mostrando una personalidad tan distinta, que inevitablemente hace pensar en su incomunicación. El aislamiento de las cabezas parece mayor que el de los cuerpos, unidos pro rojos en gama.
La figura central, obesa y refinada, es la del Papa León X, quien tiene a su izquierda a su primo Julio de Médicis, el futuro y controvertido Clemente VII, y a su derecha, al cardenal Luis de Rossi, pariente lejano de ambos.
A estos dos papas Médicis correspondió soportar los peores acontecimientos del siglo XVI, LA Reforma de la Iglesia, las guerras de Italia, asesinatos, derrotas, humillaciones y males inimaginables. Sin embargo, el cero férreo que Rafael les ha tendido por medio de su forma inamovible, muestra a estos turbulentos personajes presos dentro de las reglas de su oficio de pintor, y la tensión feroz que se produce entre la personalidad de los Médicis de Roma y la sublimidad de la forma y el color impuestos por Rafael, ofrece un espectáculo violento dentro de una aparente quietud. Esta contradicción entre forma y contenido hace pensar en la dualidad del alma, tentando al espectador a pensar que el orden de estas categorías estaría alterado, ya que veríamos lo inmaterial en lo externo, vale decir, el color y la forma, y lo material en esos seres de apariencia tan mundana. A este mal pensamiento nos conduce la religiosidad que surge del cuadro mismo, del conocimiento absoluto que Rafael tenía de su arte.
LEON X Y CLEMENTE VII
Esta obra no sólo tiene el valor de un retrato. Es, además, uno de los documentos más ricos y fundamentales de una época y una familia extraordinaria, a las que mucho debe el mundo del arte.
No se puede ignorar la dedicación que León X tuvo por gran cantidad de poetas, dramaturgos, músicos y artistas de todas las tendencias. Protegió la obra de Rafael con más interés que el mismo pintor. Segundo hijo de Lorenzo el Magnifico, fue educado con esmero en la corte de su padre y tuvo como maestros a aquellos destacados humanistas que acogieron como nuevo el pensamiento antiguo. Su padre, el estadista y mecenas más destacado del siglo XV, modelo de reyes, tiranos y emperadores, lo consideraba, de sus tres hijos, el más dotado esto hizo que influyera ante la Santa Sede para obtener para Juan el capelo cardenalicio cuando este niño contaba sólo trece años.
El futuro León X conoció en su juventud el debilitamiento del gobierno de su padre, su enfermedad y su incompetencia para detener la devastadora proposición de Savanarola, que en nombre del castigo eterno, obligó a la ciudad de Florencia a destruir cientos de obras de arte y volvió a la fuerza el corazón de sus habitantes al arrepentimiento. Los mismos artistas que habían servido a la casa de Médicis, como es el caso de Botticelli, acataron las imposiciones del monje dominico.
El odio despertado por Savonarola en contra de las nuevas manifestaciones del arte provocó en este niño una reacción que hizo que durante su reinado diera especial relevancia al estímulo y protección del arte y sus creadores.
En su juventud conoció los trastornos de la invasión de Carlos VIII, el temible rey adolescente que abrió para la cultura occidental las ciudades italiana sin encontrar resistencia. Deslumbrados los franceses ante este arte nuevo, el renacimiento volvieron periódicamente a Italia para destruir, imitar y conocer.
Muerto Lorenzo el Magnífico, su primogénito, Pedro el Infortunado, heredero de la Casa Médicis, perdió el gobierno, y la familia conoció un prolongado destierro. Tiempo después Savonarola era excomulgado por Alejandro VI, el Papa Borgia, luego ahorcado y quemado en la plaza de la Señoría. Colón descubría América.
Entre los familiares que erraron casi catorce años por las cortes de Europa se contaba un primo de León, Julio hijo de Julián, el asesinado en la Catedral de Santa María de las Flores, en la famosa conspiración de los Pazzi. Este es quien aparece a mano izquierda del pontífice en el retrato. Fue, luego del breve reinado de Adriano VII. A él correspondió asistir al pero período que recuerda la historia de la Iglesia; la rivalidad de Carlos V y Francisco I, las invasiones sistemáticas de sus ejércitos de mercenarios, el avance de los turcos sobre Hungría hasta las puertas de Viena, Lutero y la separación de la Iglesia, el problema conyugal de Enrique VIII y la pérdida de la Iglesia de Inglaterra, y finalmente, el horrible saqueo de Roma, en que las hordas de Emperador, defensor de la cristiandad, se dejaron caer sobre la ciudad e hicieron de ella durante meses el escenario de los actos más deleznables que se recuerdan. Clemente, que había pactado con todos, en esos difíciles momentos no recibió ayuda de nadie. Refugiado en el castillo de Santángelo, logró evadirse disfrazando de vendedor ambulante.
Más tarde, habiendo recuperado el favor de Carlos V, emprendió con su ayuda la reconquista de Florencia. Asediada la ciudad de los Médicis por las tropas españolas, se rindió, y Clemente puso en el gobierno a su presunto bastardo Alejandro, asesinado más tarde por Lorenzaccio.
Antes de morir, Clemente casó al último retoño de los Médicis, la pequeña Catalina, con el segundo hijo de Francisco I, luego Enrique II. Viuda del rey y madre de tres reyes, rigió los destinos de Francia hasta muerto.
Al admirar este óleo, todos esos acontecimientos se nos hacen presentes. Cuando pidieron a clemente VII el retrato, que se guardaba en el palacio Médicis, en Florencia, envió a hacer rápidamente una copia para obsequiarla, ocultando el original.
RAFAEL
En toda la obra de Rafael se mantiene una misma tendencia: eliminar lo superfluo a favor del total. Preocupa y apasiona a este artista despojar de todo detalle a sus creaciones, para alcanzar así una síntesis tan plena y humanizada que no hace perder a sus formas nada de su universalidad. Este afán de dar la sensación de que lo accesorio, el detalle, estuvo antes, pero ahora has sido eliminado, lo logra por la riqueza invisible que se advierte en todo lo que pinta. Esto es lo que hace tan difícil analizar su obra. Cuando lo intentamos, al observar una de sus madonas, por ejemplo, las encontramos simples y elementales, y, sin embargo, no es imposible desentrañar las múltiples conexiones ocultas, las secretas relaciones que o vemos y están latentes. Tienen, como las culturas griegas, todos los detalles, pero ninguno a la vista.
Cuántos observadores, incluso estas. Críticos y artistas, han caído en la trampa que tienden estas obras, censurándolas duramente. Sin embargo, admiradores y seguidores, sin prejuicios, premunidos a veces de un gran talento creador, como el mismo Ingres, no alcanzaron siquiera a imitarlo. Intente cualquier pintor copiar el simple rostro de alguna madona y verá que no logra el óvalo, ni mucho menos colocar los rasgos en su sitio volviéndolos, como en el modelo, de esa inexpresividad aparente que hace que el observador lo modifique según su propio estado de ánimo.
Ya en Leonardo y el Perugino, aprendió Rafael a despojar las formas y a utilizar el sutil “esfumado”, que enriquece sin tener que recurrir a los detalles para lograr la expresividad.
Rafael fue más lejos. Sus madonas, pilares del arte occidental, muestran estas cualidades, pero les falta el rasgo aparentemente anecdótico y hasta ilustrativo que logra en sus célebres “Estancias” del Vaticano. Pinturas murales éstas que Rafael realizó bajo los reinados de Julio II y León X. En “La escuela de Atenas”, “La Disputa”, “El Parnaso”, “Heliodoro” y tantas otras, verdaderas epopeyas pintadas, la forma pierde aparentemente su seriedad y, libre, siempre dentro del rigor y la coherencia, se vuelve el testimonio cumbre de la época de oro del arte renacentista romano. Es pagano, ameno, hasta superficial por la simpatía que irradian los personajes de la antigüedad clásica, musas, filósofos, guerreros, invasores, toda una galería de recuerdos que, al ser revividos, hicieron de Rafael el primer pintor de escenas históricas, el primer ilustrador de la historia. Sin embargo, tras estas frivolidades y anécdotas, la simpatía de as formas anuncia una madurez y habilidad tales que la seriedad de las soluciones queda oculta por ese aparente afán ilustrativo que sí es una trampa para quienes no advierten la rotundez formal que oculta lo literario de los temas.
La libertad que alcanza Rafael en sus “Estancias” intimidó al mismo Miguel Ángel, a quien se le había encomendado el “Juicio” de la Capilla Sixtina. Sin embargo, este genio, este artesano genial, iba a influenciar a Rafael en su último período, arrastrando no sólo a este artista sino a todos los que vendrían, a la forma distorsionada que rompe la armonía, aparentemente inexpresiva, que se logra por la forma plena.
Miguel Ángel impondría como norma la expresividad, postura en que el artista se retratara en cada abra que emprende, siendo difícil discernir entre obra maestra y autobiografía. El siglo XVI conocerá el fin del apogeo renacentista, y el manierismo, obra de Miguel Ángel, conducirá el arte italiano a la decadencia.
Leonardo no quiso acudir en Roma a conciliar su personalidad rebelde con la recuperación de la Iglesia y prefirió expatriarse en Francia. A Rafael, en cambio, le correspondió ese momento previo a la Contrarreforma en que le fue posible sintetizar todo el movimiento libertario del siglo XV. Recuperada la Iglesia en el siglo XVI, ocupó los servicios d Miguel Ángel y, entre la huida de Leonardo y la construcción de la cúpula de San Pedro, pudo Rafael pintar la forma despojada de toda utilidad. Ella por sí misma, el color por el color, el arte por el arte, con libertad, sin compromisos, con la euforia de la realidad presente, sin las amenazas de los que quieren descalificar la existencia, empañar la lícita alegría de vivir.
Fue el Papa León X quien supo comprender la naturaleza de Rafael, estimulándolo para que rindiera lo mejor de su talento, sin reclamar nada en cambio. En este retrato, el artista se esmera por retribuir a sus mecenas. Lo pinta en un momento de esparcimiento en que revisa un infolio. Era lo que más encantaba a este pontífice con alma de artista.
Sobreviviría al pintor en tan sólo año. La muerte de Rafael conmovió hondamente a la población de Roma. Moría un genio, un joven, un poeta, un amante de la vida, un cultor de la belleza y de la forma, un inconsciente, un desaprensivo. Moría el presente.