FLORENCIA
Los atardeceres sucesivos han aletargado para siempre la otrora próspera ciudad de los Médicis, la majestuosa Florencia. Hoy deambulan por sus calles empedradas turistas que, atraídos por la fama de su historia y de sus obras, acuden a admirarla, ajenos, ignorantes la mayoría de las veces, respetuosos en exceso, conmovedores por el sacrificio que les significa llegar desde tan lejos.
Calles que conocieron el silencioso paso del Dante meditabundo, deslumbrado ante el bullicio de la obra que ensordecía su mente. Calles turbulentas, no de forasteros, como ahora, que sólo siguen itinerarios impuestos.Calles que supieron de crímenes, revoluciones, resistencia, pillaje, fiestas, desfiles, procesiones, amor, saber y milagros. Calles que vieron transportar al David gigante de Miguel Ángel, sobresaliendo
Perseo (1545-54)BronseLoggia de Lanzi, Florencia
la enorme cabeza por sobre el techo de las casas o asomándose a las ventanas de los grandes edificios, hasta ser depositado junto a las puertas de la Signoria. Calles que escucharon el grito de Lorenzo clamando venganza contra los asesinos de su hermano. Torreones almenados y cornisas desde los que pendieron boca abajo los cuerpos mutilados de los malhechores. Calles que llevaron al pueblo aterrado junto al púlpito de Savoranola, demente, sediento de justicia apocalíptica, iracundo en su imposibilidad de doblegar las conciencias. Plazas que sirvieron de plataforma para hogueras de incrédulos y herejes. Ciudad que una noche, alumbrada por las antorchas, vio girar sus enormes goznes para dar paso a la invasión de Carlos VIII, niño aún, perverso, ofuscada la razón por ensueños irrealizables, empeñado en emular a los héroes del pasado. Excesos, pendencias, comercio. Visitas, no de un bus de grandes ventanales, repleto de equipajes y audífonos en cada asiento, que aguarda en una esquina a que sus pasajeros, una vez cumplida la excursión a tiendas y museos, se vuelvan al interior para continuar el viaje, sino visitas del Patriarca, el Emperador y los sabios de Bizancio, esos grandes perturbadores del pensamiento medieval.
Los atardeceres sucesivos han aletargado para siempre la otrora próspera ciudad de los Médicis, la majestuosa Florencia. Hoy deambulan por sus calles empedradas turistas que, atraídos por la fama de su historia y de sus obras, acuden a admirarla, ajenos, ignorantes la mayoría de las veces, respetuosos en exceso, conmovedores por el sacrificio que les significa llegar desde tan lejos.
Calles que conocieron el silencioso paso del Dante meditabundo, deslumbrado ante el bullicio de la obra que ensordecía su mente. Calles turbulentas, no de forasteros, como ahora, que sólo siguen itinerarios impuestos.Calles que supieron de crímenes, revoluciones, resistencia, pillaje, fiestas, desfiles, procesiones, amor, saber y milagros. Calles que vieron transportar al David gigante de Miguel Ángel, sobresaliendo
Perseo (1545-54)BronseLoggia de Lanzi, Florencia
la enorme cabeza por sobre el techo de las casas o asomándose a las ventanas de los grandes edificios, hasta ser depositado junto a las puertas de la Signoria. Calles que escucharon el grito de Lorenzo clamando venganza contra los asesinos de su hermano. Torreones almenados y cornisas desde los que pendieron boca abajo los cuerpos mutilados de los malhechores. Calles que llevaron al pueblo aterrado junto al púlpito de Savoranola, demente, sediento de justicia apocalíptica, iracundo en su imposibilidad de doblegar las conciencias. Plazas que sirvieron de plataforma para hogueras de incrédulos y herejes. Ciudad que una noche, alumbrada por las antorchas, vio girar sus enormes goznes para dar paso a la invasión de Carlos VIII, niño aún, perverso, ofuscada la razón por ensueños irrealizables, empeñado en emular a los héroes del pasado. Excesos, pendencias, comercio. Visitas, no de un bus de grandes ventanales, repleto de equipajes y audífonos en cada asiento, que aguarda en una esquina a que sus pasajeros, una vez cumplida la excursión a tiendas y museos, se vuelvan al interior para continuar el viaje, sino visitas del Patriarca, el Emperador y los sabios de Bizancio, esos grandes perturbadores del pensamiento medieval.
Leonardo, Rafael, Miguel Ángel, Pico de Mirándola, Dante, Botticelli, Brunelleschi, Verrocchio, Maquiavelo, Masaccio, León X, Clemente VII, Donatello, Lorenzo y tantos otros, actuaron en la vida cotidiana de esa pequeña ciudad del norte de Italia. Hoy no queda rastro de sus voces y sus gestos, ni se sabe el lugar preciso en que habitaron. Hoy el Palacio del Bargello es sólo un ordenado museo y no acontece en su patio otra cosa que la lluvia torrencial que a veces lo inunda. Ni se escucha por las noches la cabalgata de Lorenzacio sobre uno de los puentes del Arno, acudiendo a adular a su víctima, ni se oye el dulce canto de Policiano enamorado, ni caen desde los balcones flores y tapices al paso de los carros alegóricos de los torneos que organizaba Lorenzo. Calles que conocieron la miseria de Botticelli, abandonado, sin recursos, apoyado en dos bastones. Lugares que fueron testigos de las amargas recriminaciones que hiciera Miguel Ángel a Leonardo. Ciudad que con las puertas de un Bautisterio "dignas del cielo" abrió el renacimiento al mundo y levantó una cúpula tan espléndida que detuvo el sueño gótico para siempre.
Hoy los turistas buscan allí de preferencia, en vez de puñales, oro y renimbre, abrecartas, cofres vacíos, láminas objetos de cuero repujado, menelería de hilo.
EL PERSEO
A pesar de que la ciudad de Florencia es más bien hoy un recuerdo, que sus palacios, iglesias y conventos están convertidos en museos, que el nombre de sus tiranos condotieros y mecenas ya no amedrenta a nadie sino que, por el contrario, divierte y excita la imaginación del visitante, de que el David de Miguel Ángel que resguarda a la Señoría es una mera réplica, a pesar de todos estos cambios, sorprende un testimonio del pasado que ha quedado intacto, libre de las modificaciones que produce el tiempo, como si los viejos florentinos, orgullosos de su fuerza, le hubieran confiado para siempre el cuidado de su ciudad. Resulta incomprensible que esa obra maestra permanezca aún a la intemperie. Se trata del Perseo de Benvenuto Cellini, ejemplo cumbre del manierismo italiano, escuela transitoria entre el fin del renacimiento clásico y los comienzos del barroco.
Erigido bajo las arcadas de la Loggia dei Lanzi, empuña desafiante su espada corva, en tanto sostiene en alto en la otra mano la cabeza horripilante de Medusa, coronada de serpientes. Sus pies de calcañar alado se posan sobre el cuerpo inerte de su víctima, el que arroja por el cuello rebanado un torrente de sangre. La postura arrogante y sumisa al mismo tiempo de formidable mancebo recuerda a un gladiador del circo en el momento de recibir el veredicto del César.
El Perseo es el reto de un artista corrompido perniciosamente influido por su maestro Miguel Ángel, quien supo disimular el germen corrosivo que encerraba en sus obras. Cellini, en cambio, tocado por esta distorsión oculta y contagiosa que se advierte en las grandes realizaciones de Miguel Ángel, sin percatarse de que aquella expresión atentaba contra la placidez formal del renacimiento, difícilmente conseguida a través del siglo XV y principios del XVI, se entregó ciegamente a los cánones que pregonaba el maestro, convirtiéndose, junto con sus contemporáneos, en un realizador ambiguo, preciosista, artífice y artesano de fallidas esculturas que se le volvieron objetos, que perdieron su dimensión de tales, pasando de obras de arte a joyas de sobremesa, de volúmenes sujetos a la realidad del espacio y de la luz, a tesoros celosamente guardados en una vitrina.
Manierismo se denomina este estilo, impuesto por Miguel Ángel, encubierto por su genio, requerido por la contrarreforma. Significó el enlace adecuado para que el arte medieval, el gótico tardío, pudiera continuar en el barroco, expresión análoga que sacrifica la forma en pro de su contenido. Dos siglos de expresión no comprometida, de arte por el arte, había cumplido su tarea. La muerte de Rafael, último creador, según estas normas, deja el camino abierto a Miguel Ángel, quien sostiene que la belleza ha de estar al servicio de una determinada causa. Como él es sólo el iniciador de este postulado, se advierte en sus obras colosales la lucha encarnizada entre esas dos tendencias, lo interno y lo externo, la forma y el contenido, ambigüedad que refleja las dudas, angustias e inquietudes espirituales del escultor. Profundamente afectado por el desacuerdo entre los hombres de la Iglesia, aquel mal entendido dogmático repercutió en la concepción estética heredada de sus predecesores Donatello, Masaccio, el Verrocchio, Rafael, Leonardo, Botticelli y tantos otros. Estos le habían enseñado a evitar la proyección subjetiva cuando el artista se aboca a la belleza.
La reforma adquirió dimensiones imprevistas. Miguel Ángel no vaciló en combatirla y, desequilibrando esos postulados, insufló ira y reproche en sus mármoles para reprender y advertir a los herejes, agigantó el David más allá de las dimensiones de un Goliat, enfureció sobremanera a Moisés, perturbó las conciencias con un panorama aterrador de lo que sería el juicio final.
Como acontece siempre en los precursores, las innovaciones que propulsan no alcanzan a alterar totalmente las concepciones heredadas y, como en el caso de Miguel Ángel, ellas sirven para enriquecer lo que había, resultando sus obras terriblemente favorecidas, ya que se benefician de lo aceptado y garantido e insinúan sólo cambios, sin que éstos comprometan a atenten contra el total.
Cellini no tomó las debidas precauciones. Tampoco tenía el talento de Buonarotti. Sin embargo, su arrojo y la desaprensión con que puso su genio al servicio de sus amos que lo obligaban a fundir, esculpir y grabar sellos y monedas, tallar y montar gemas, esmaltar camafeos, moldear medallones, bajorrelieves, copones, cajas, armas, joyas, recipientes, cubiertos, no le impidieron lograr una obra significativa y maestra: el Perseo. Bronce que se yergue soberbio frente a la plaza de la Señoría como protesta y testimonio del inmenso talento de su creador, obligado por las circunstancias a ocupar sus dones al servicio de la codicia de sus contemporáneos, que necesitaban palpar, esconder y poseer oro, perlas, jade, marfil, diamantes y ámbar, plasmados en objetos preciosos. Ningún pontífice, mecenas o monarca trepidó, llegado el momento, en reducir esas obras de Cellini cuando las circunstancias lo requirieron. Más pudo el oro de un vaso que el trabajo que contenía. El relieve de un objeto precioso fue derretido para devolver a su dueño el metal empleado. Sólo se conservan contados objetos suyos. Afortunadamente lo que protegió y salvó al Perseo de la codicia es que es una joya disimulada que tiene las dimensiones y la apariencia de una escultura, y no es de oro.
A pesar de que la ciudad de Florencia es más bien hoy un recuerdo, que sus palacios, iglesias y conventos están convertidos en museos, que el nombre de sus tiranos condotieros y mecenas ya no amedrenta a nadie sino que, por el contrario, divierte y excita la imaginación del visitante, de que el David de Miguel Ángel que resguarda a la Señoría es una mera réplica, a pesar de todos estos cambios, sorprende un testimonio del pasado que ha quedado intacto, libre de las modificaciones que produce el tiempo, como si los viejos florentinos, orgullosos de su fuerza, le hubieran confiado para siempre el cuidado de su ciudad. Resulta incomprensible que esa obra maestra permanezca aún a la intemperie. Se trata del Perseo de Benvenuto Cellini, ejemplo cumbre del manierismo italiano, escuela transitoria entre el fin del renacimiento clásico y los comienzos del barroco.
Erigido bajo las arcadas de la Loggia dei Lanzi, empuña desafiante su espada corva, en tanto sostiene en alto en la otra mano la cabeza horripilante de Medusa, coronada de serpientes. Sus pies de calcañar alado se posan sobre el cuerpo inerte de su víctima, el que arroja por el cuello rebanado un torrente de sangre. La postura arrogante y sumisa al mismo tiempo de formidable mancebo recuerda a un gladiador del circo en el momento de recibir el veredicto del César.
El Perseo es el reto de un artista corrompido perniciosamente influido por su maestro Miguel Ángel, quien supo disimular el germen corrosivo que encerraba en sus obras. Cellini, en cambio, tocado por esta distorsión oculta y contagiosa que se advierte en las grandes realizaciones de Miguel Ángel, sin percatarse de que aquella expresión atentaba contra la placidez formal del renacimiento, difícilmente conseguida a través del siglo XV y principios del XVI, se entregó ciegamente a los cánones que pregonaba el maestro, convirtiéndose, junto con sus contemporáneos, en un realizador ambiguo, preciosista, artífice y artesano de fallidas esculturas que se le volvieron objetos, que perdieron su dimensión de tales, pasando de obras de arte a joyas de sobremesa, de volúmenes sujetos a la realidad del espacio y de la luz, a tesoros celosamente guardados en una vitrina.
Manierismo se denomina este estilo, impuesto por Miguel Ángel, encubierto por su genio, requerido por la contrarreforma. Significó el enlace adecuado para que el arte medieval, el gótico tardío, pudiera continuar en el barroco, expresión análoga que sacrifica la forma en pro de su contenido. Dos siglos de expresión no comprometida, de arte por el arte, había cumplido su tarea. La muerte de Rafael, último creador, según estas normas, deja el camino abierto a Miguel Ángel, quien sostiene que la belleza ha de estar al servicio de una determinada causa. Como él es sólo el iniciador de este postulado, se advierte en sus obras colosales la lucha encarnizada entre esas dos tendencias, lo interno y lo externo, la forma y el contenido, ambigüedad que refleja las dudas, angustias e inquietudes espirituales del escultor. Profundamente afectado por el desacuerdo entre los hombres de la Iglesia, aquel mal entendido dogmático repercutió en la concepción estética heredada de sus predecesores Donatello, Masaccio, el Verrocchio, Rafael, Leonardo, Botticelli y tantos otros. Estos le habían enseñado a evitar la proyección subjetiva cuando el artista se aboca a la belleza.
La reforma adquirió dimensiones imprevistas. Miguel Ángel no vaciló en combatirla y, desequilibrando esos postulados, insufló ira y reproche en sus mármoles para reprender y advertir a los herejes, agigantó el David más allá de las dimensiones de un Goliat, enfureció sobremanera a Moisés, perturbó las conciencias con un panorama aterrador de lo que sería el juicio final.
Como acontece siempre en los precursores, las innovaciones que propulsan no alcanzan a alterar totalmente las concepciones heredadas y, como en el caso de Miguel Ángel, ellas sirven para enriquecer lo que había, resultando sus obras terriblemente favorecidas, ya que se benefician de lo aceptado y garantido e insinúan sólo cambios, sin que éstos comprometan a atenten contra el total.
Cellini no tomó las debidas precauciones. Tampoco tenía el talento de Buonarotti. Sin embargo, su arrojo y la desaprensión con que puso su genio al servicio de sus amos que lo obligaban a fundir, esculpir y grabar sellos y monedas, tallar y montar gemas, esmaltar camafeos, moldear medallones, bajorrelieves, copones, cajas, armas, joyas, recipientes, cubiertos, no le impidieron lograr una obra significativa y maestra: el Perseo. Bronce que se yergue soberbio frente a la plaza de la Señoría como protesta y testimonio del inmenso talento de su creador, obligado por las circunstancias a ocupar sus dones al servicio de la codicia de sus contemporáneos, que necesitaban palpar, esconder y poseer oro, perlas, jade, marfil, diamantes y ámbar, plasmados en objetos preciosos. Ningún pontífice, mecenas o monarca trepidó, llegado el momento, en reducir esas obras de Cellini cuando las circunstancias lo requirieron. Más pudo el oro de un vaso que el trabajo que contenía. El relieve de un objeto precioso fue derretido para devolver a su dueño el metal empleado. Sólo se conservan contados objetos suyos. Afortunadamente lo que protegió y salvó al Perseo de la codicia es que es una joya disimulada que tiene las dimensiones y la apariencia de una escultura, y no es de oro.
LOS MECENAS DEL ORFEBRE
Ni la ninfa de Fontainebleau, ni el salero de Francisco I, ni el busto de Cosme, alcanzaron esa ambigüedad única que hace del Perseo una obra verdaderamente inclasificable. A quien crea ver en ella una escultura, se le vuelve un objeto precioso, y quien así lo considera, comienza a vislumbrar la obra escultórica. Cumple ésta sólo de una manera indirecta con el espacio de los problemas de la luz, ya que los volúmenes deben soportar una doble función, la de obra escultórica y de orfebrería. Aquí la parte decorativa, lo accesorio, lo banal, los detalles no perjudican a la obra, como sucedería en una escultura, sino que se justifican debido a que están utilizados en favor de la expresividad y el sentido del personaje, quien por su porte y dimensiones imponentes lo necesita, pero no por esto se deja dominar por ellos. Este afán decorativo y preciosita, a pesar de todo, envuelve a la obra y la sostiene. El plinto sobre el que descansa es una joya.
El Perseo es una recompensa, un premio para el gran artista que fue Cellini, hombre de carácter difícil, pendenciero, huraño, a quien la historia señala incluso como autor de algunos crímenes. El mismo, en su célebre Vita, así lo declara. Creador infatigable, generoso, más preocupado del trabajo a que obliga la belleza que en buscar renombre, perturbado por los acontecimientos y los hombres de su tiempo, por los artistas tan tremendamente dotados que le antecedieron, buscó refugio en el trabajo menudo, cincelando, fundiendo y modelando, en los abismales senderos del mundo diminuto en donde los sentidos se embriagan de igual forma que al contemplar los astros en el cielo. Poco antes de morir el destino le llevó a fundir, venciendo muchas dificultades, su Perseo inmortal. Obra que resume y premia su trayectoria y el número incontable de sus obras perdidas.
Dos hombres, un pontífice y un rey, con problemas similares a los de Cellini, lo estimularon: Francisco I y Clemente VII. Ambos conocieron las humillaciones, el fracaso, lo que hizo que en cierto modo se identificaran con el artista. Con qué vehemencia defendió Francisco I a Cellini de sus adversarios, y Cellini, con qué abnegación acompañó a Clemente VII en el encierro del Castel Santángelo durante el saqueo de Roma. Clemente, el Papa que al subir al trono de San Pedro había sido objeto de grandes elogios y expectativas. Francisco I, por otra parte, antes de la derrota de Pavía, fue el joven monarca más promisorio de Europa. La suerte les fue adversa. Cellini se entendió con ellos. Tanto el rey como el pontífice demostraron por este hombre, unánimemente considerado como intratable, un aprecio incondicional.
El Perseo vengador sobrepasó su condición originaria de simple objeto decorativo para significar, en su época, el triunfo de Cellini y sus benefactores sobre tanto enemigo. Hoy sabemos, sin embargo, qie su misión fue decapitar el arte clásico del renacimiento a la vista y paciencia de una réplica del David de Miguel Ángel, que aguarda celosamente las puertas de la Señoría.
MANIERISMO
Este nombre de "manierismo" no deja de ser significativo. Corresponde a una de las comprobaciones más claras -por tratarse de una catástrofe de orden visual- de que ningún estilo permanece vigente sin que una nueva fuerza atente contra él y, finalmente, lo destituya. El manierismo y sus seguidores alteraron los logros del clasicismo renacentista, que terminó por sucumbir. Resultado por lo demás previsible. Antinatural habría sido que los cánones de ese período quedaran resguardados, ajenos al devenir, al movimiento y a los cambios. La forma plena e intemporal de las obras de Leonardo y Rafael, en las de sus seguidores se hizo artificial. Un germen dinámico, de acción distorsionadora, asistía ya a Miguel Ángel. Como si la energía, al ser reprimida en las obras denominadas clásicas, arremetiera con fuerza renovadora en las de los que a este período siguieron, moviendo los volúmenes, destacando los escorzos, variando las proporciones, exagerando los rasgos, acentuando las fisonomías, revelando nuevas facetas del espíritu. Dos pintores manieristas, el Bronzino y el Pontormo, parecieran inmiscuirse en el modelo, insinuando personalidades equívocas, temperamentos alterados, y no la virilidad externa, esa arrogancia ingenua que muestran los condotieros del Donatello y el Verrocchio. Los personajes manieristas son de aspecto mórbido, sugiriendo sus rostros y actitudes rasgos literarios, atmósferas románticas en que la desdicha o el mal de la melancolía les permite desenvolverse en ámbitos prohibidos o alimentar hábitos dudosos. La perversidad, el nervio central de estos sujetos, enturbia su apariencia y nos inquieta. Hay un leve parentesco entre el movimiento que analizamos y esa expresión integral del siglo XIX, el romanticismo. Cierta literatura exarcebada, tremendista, del siglo pasado, y algunas pinturas posteriores al neoclasicismo parecieran mostrar igual tendencia. El virtuosismo de algunos músicos de la época romántica coincide también con el estilo afectado que analizamos.
Removida la forma y dinamizada la belleza, estática en los discípulos de Rafael, este movimiento se entrometió en sus obras, intensificando la expresividad más interna de ellas. El movimiento barroco, el expresionismo y el surrealismo se han servido más tarde y en mejor forma, con mayor autonomía, de la acción manierista que, por colindar con el clasicismo, aparece como su antítesis. Si bien es cierto que Rafael logró excluirse de este movimiento, es causante de la reacción violenta que produjeron sus obras, las que repercutieron en la expresión de Miguel Ángel, Cellini, Juan de Bologna, Tintoretto y otros. Tal vez el caso más patético de contagio y sometimiento a este estilo vitalizador fue el del Greco. Da la impresión de que el manierismo se hubiera apoderado de este pintor para finalizar en él su trayectoria. La locura de sus composiciones, la desproporción de las formas, la acidez del color, lo muestran bajo el dominio total de esta corriente.
El barroco, movimiento más rico y coherente, momento de la madurez de las artes plásticas, se sirvió de este período transitorio sin caer en sus excesos, sobre todo, quedó exento de la responsabilidad de haber atentado contra un siglo de genios.
Este nombre de "manierismo" no deja de ser significativo. Corresponde a una de las comprobaciones más claras -por tratarse de una catástrofe de orden visual- de que ningún estilo permanece vigente sin que una nueva fuerza atente contra él y, finalmente, lo destituya. El manierismo y sus seguidores alteraron los logros del clasicismo renacentista, que terminó por sucumbir. Resultado por lo demás previsible. Antinatural habría sido que los cánones de ese período quedaran resguardados, ajenos al devenir, al movimiento y a los cambios. La forma plena e intemporal de las obras de Leonardo y Rafael, en las de sus seguidores se hizo artificial. Un germen dinámico, de acción distorsionadora, asistía ya a Miguel Ángel. Como si la energía, al ser reprimida en las obras denominadas clásicas, arremetiera con fuerza renovadora en las de los que a este período siguieron, moviendo los volúmenes, destacando los escorzos, variando las proporciones, exagerando los rasgos, acentuando las fisonomías, revelando nuevas facetas del espíritu. Dos pintores manieristas, el Bronzino y el Pontormo, parecieran inmiscuirse en el modelo, insinuando personalidades equívocas, temperamentos alterados, y no la virilidad externa, esa arrogancia ingenua que muestran los condotieros del Donatello y el Verrocchio. Los personajes manieristas son de aspecto mórbido, sugiriendo sus rostros y actitudes rasgos literarios, atmósferas románticas en que la desdicha o el mal de la melancolía les permite desenvolverse en ámbitos prohibidos o alimentar hábitos dudosos. La perversidad, el nervio central de estos sujetos, enturbia su apariencia y nos inquieta. Hay un leve parentesco entre el movimiento que analizamos y esa expresión integral del siglo XIX, el romanticismo. Cierta literatura exarcebada, tremendista, del siglo pasado, y algunas pinturas posteriores al neoclasicismo parecieran mostrar igual tendencia. El virtuosismo de algunos músicos de la época romántica coincide también con el estilo afectado que analizamos.
Removida la forma y dinamizada la belleza, estática en los discípulos de Rafael, este movimiento se entrometió en sus obras, intensificando la expresividad más interna de ellas. El movimiento barroco, el expresionismo y el surrealismo se han servido más tarde y en mejor forma, con mayor autonomía, de la acción manierista que, por colindar con el clasicismo, aparece como su antítesis. Si bien es cierto que Rafael logró excluirse de este movimiento, es causante de la reacción violenta que produjeron sus obras, las que repercutieron en la expresión de Miguel Ángel, Cellini, Juan de Bologna, Tintoretto y otros. Tal vez el caso más patético de contagio y sometimiento a este estilo vitalizador fue el del Greco. Da la impresión de que el manierismo se hubiera apoderado de este pintor para finalizar en él su trayectoria. La locura de sus composiciones, la desproporción de las formas, la acidez del color, lo muestran bajo el dominio total de esta corriente.
El barroco, movimiento más rico y coherente, momento de la madurez de las artes plásticas, se sirvió de este período transitorio sin caer en sus excesos, sobre todo, quedó exento de la responsabilidad de haber atentado contra un siglo de genios.
CONCLUSIÓN
El análisis de la concepción estética implícita en el Perseo, las referencias a la época en que se originó y los datos biográficos de su autor, resultan insuficientes para descubrir el secreto que esta obra encierra.
Quien preste la atención debida percibirá esa transformación constante que se opera en ella, esa lenta redención que sufre su maligna imagen. Obligado proceso de toda creación gestada en la adversidad. ¿Acaso no ha sido la constancia del sol ante las pirámides, lo que hace que estas figuras aparezcan, por el aspecto que hoy presentan, como objetos de innegable belleza, de testimonio de lo eterno? El tiempo, el desgaste, distancian al Perseo y lo eximen de la impureza de su autor. Sin embargo, es a sus fechorías, a la historia de sus pasiones, a las que esta obra debe su existencia. En ella, como en ninguna otra, está latente su origen perverso, más evidente que en la encubierta participación de otros autores en sus obras. Shakespeare tiñó de sangre las manos de Macbeth. Baudelaire disimula el demoníaco poder seductor de sus versos. Cellini, en cambio, manchó sus propias manos y con ellas configuró los volúmenes de los que emergió el Perseo. Obras de un malhechor que, lastimado por quién sabe qué circunstancias, en embargo, tuvo el valor de rendirse a la belleza y plasmar en ella toda la fuerza de su suerte adversa.
El líquido hirviendo que ocupaba el molde del que ya se había escurrido la cera, una vez terminado el proceso y descubierto, dejó a todos atónitos por su hermosura. La escultura, indiferente, ingrata para con su desacreditado autor, intentó desde ese momento lograr la sublimidad de otras obras de origen menos oscuro. Y en ese afán se entrega al tiempo, deseosa de olvidar sus comienzos. ¿Conseguirá el deterioro divinizarla como a las pirámides del desierto? ¿Podrá disimular del todo su vergonzoso origen? Y, cuando los cambios la vuelvan otra, cuando ya de su autor olvide el mundo incluso el nombre, ¿no requerirá entonces del vigor que le dieron esos desórdenes?
Que en su lícito camino hacia la luz no olvide el Perseo que la hermosura de sus manos lleva también las pruebas de un crimen.
El análisis de la concepción estética implícita en el Perseo, las referencias a la época en que se originó y los datos biográficos de su autor, resultan insuficientes para descubrir el secreto que esta obra encierra.
Quien preste la atención debida percibirá esa transformación constante que se opera en ella, esa lenta redención que sufre su maligna imagen. Obligado proceso de toda creación gestada en la adversidad. ¿Acaso no ha sido la constancia del sol ante las pirámides, lo que hace que estas figuras aparezcan, por el aspecto que hoy presentan, como objetos de innegable belleza, de testimonio de lo eterno? El tiempo, el desgaste, distancian al Perseo y lo eximen de la impureza de su autor. Sin embargo, es a sus fechorías, a la historia de sus pasiones, a las que esta obra debe su existencia. En ella, como en ninguna otra, está latente su origen perverso, más evidente que en la encubierta participación de otros autores en sus obras. Shakespeare tiñó de sangre las manos de Macbeth. Baudelaire disimula el demoníaco poder seductor de sus versos. Cellini, en cambio, manchó sus propias manos y con ellas configuró los volúmenes de los que emergió el Perseo. Obras de un malhechor que, lastimado por quién sabe qué circunstancias, en embargo, tuvo el valor de rendirse a la belleza y plasmar en ella toda la fuerza de su suerte adversa.
El líquido hirviendo que ocupaba el molde del que ya se había escurrido la cera, una vez terminado el proceso y descubierto, dejó a todos atónitos por su hermosura. La escultura, indiferente, ingrata para con su desacreditado autor, intentó desde ese momento lograr la sublimidad de otras obras de origen menos oscuro. Y en ese afán se entrega al tiempo, deseosa de olvidar sus comienzos. ¿Conseguirá el deterioro divinizarla como a las pirámides del desierto? ¿Podrá disimular del todo su vergonzoso origen? Y, cuando los cambios la vuelvan otra, cuando ya de su autor olvide el mundo incluso el nombre, ¿no requerirá entonces del vigor que le dieron esos desórdenes?
Que en su lícito camino hacia la luz no olvide el Perseo que la hermosura de sus manos lleva también las pruebas de un crimen.